Relato: La mañana herida. Tributo a DORIAN



Mientras trabajo en mi nueva novela he decidido hacer un paréntesis y he querido narrar esta historia, a forma de premio y admiración, hacia DORIAN.

Este relato es un tributo al gran trabajo audiovisual de DORIAN en su trilogía “La tormenta de arena, Paraísos artificiales y La mañana herida”, tres videoclips que cuentan una historia que a mi parecer, debía de ser narrada. Así pues, es un tributo: la historia no es mía, aunque me he tomado la libertad de añadir nombres y ubicaciones, así como interpretaciones de los personajes.

Aunque es una trilogía, mi relato únicamente va referido a los dos últimos videoclips para no desvelar el misterio en que está envuelta la historia, “el incidente”.

Puesto que es un trabajo libre, tened en cuenta que el único propósito ha sido el de pasar un buen rato.

Tributo a DOIRAN, el incidente

                                                                                           "id como una plaga
                                                                                            contra el aburrimiento
                                                                                            del mundo"   
                                                               
                                                                                          "Encargo" de Ezra Pound
                                                                                                                   
    

Diez minutos después del incidente.

Nayara  iba a todo correr, atravesando un laberinto de hormigón y acero; viejos edificios que yacían abandonados por sus propietarios largo tiempo atrás. A su paso, las sombras aparentaban un borrón desdibujado. El sol de la mañana caía inclemente sobre el duro asfalto. La muchacha lanzó un efímero vistazo hacia atrás; apenas atisbó un puñado de viejas fábricas ahogadas por grafitis y maleza crecida. Apretando el paso, viró hacia la izquierda en la siguiente intersección. Mirando hacia la derecha, atisbó la ciudad a través de una valla de metal que en su avance, parecía marcar los latidos de su corazón, raudo y al tiempo dañado por la traición que acababa de cometer. Un par de minutos después, se detuvo, miró en derredor, buscando a sus perseguidores; allí no había nadie. 

Al fin, la rabia y la frustración estallaron y desafió al cielo con un grito que consiguió desgarrar su garganta. Las lágrimas nublaron sus ojos. Entre lamentos, se llevó las manos a la cabeza y el cabello le cayó sobre el rostro. Mirando al frente, hacia ningún lugar determinado, negó varias veces mientras las lágrimas hacían que el rímel de sus ojos se corriera. Sorbiéndose la nariz con la manga del suéter, se compuso todo lo que pudo y bajó la mirada hacia sus manos, cubiertas de sangre. Entonces, las cerró para controlar el temblor que se había apoderado de ellas. Negando con la cabeza de nuevo, arrancó a correr hacia ninguna parte, sintiendo la larga sombra de la culpabilidad sobre ella. 

Tres horas antes del incidente

El capitán Miralles penetró raudo en la sala de actas con el informe entre las manos. Atravesó la estancia con garbo y autoridad, sorteando las sillas y, con un golpetazo intencionado, el cual resonó con ímpetu, depositó el informe sobre la mesa. Los hombres dejaron de parlotear y le prestaron toda su atención; se trataba de la unidad antiterrorista, un cuerpo militar especializado para intervenir ante cualquier ataque que pusiera en compromiso la integridad de los ciudadanos. En aquel ámbito, eran los doce mejores hombres que podía ofrecerle el gobierno central.

-        Si han acabado ya con las payasadas, podemos empezar.

El capitán Miralles se hizo con un pequeño mando de control remoto y activó el proyector. El aparato, ubicado en la parte posterior de la sala, emitió un pitido y, una  imagen apareció en el tapiz blanco, justo en la parte frontal de la estancia. Miralles procedió a abrir la carpeta que contenía el informe, sin siquiera volver la vista hacia la pantalla.
  
   - Zaragoza, Badajoz, Castellón, Madrid y ahora Barcelona. Todos esos sitios han sufrido ataques y hasta el momento nadie ha logrado detenerlos. Dada la gravedad del asunto, nos han hecho venir para que nosotros resolvamos el embrollo. ¿Sí, teniente Fanjul?

El muchacho, que no debía de sobrepasar los veinticinco años, había levantado el brazo.
      
     - Señor, son sólo unos críos. ¿Cómo es posible que estén causando tantos problemas? No tienen recursos, nadie les protege, no tienen a dónde ir, ¿y así y todo nadie ha podido detenerles?
      
     - Confío en que habrá usted leído el informe.
       
     - Sí, lo he leído –afirmó el muchacho, abriendo la carpeta y ojeando el contenido parcialmente. Luego, la cerró e hizo una mueca–. Siento contradecir al mando, pero esto es surrealista…
      
     - Lo que usted opine no importa. Tenemos órdenes, y las órdenes han de cumplirse.
      
     - Ni siquiera son terroristas. Y mire sus edades. Dieciocho años ella y diecinueve él.

El capitán Miralles presionó el botón de avance en el control remoto y en la pantalla blanca apareció una imagen. En ella, se adivinaba lo que antaño había sido una estación de autobuses, de la cual apenas quedaba un rastro ennegrecido que en su momento debió de tratarse de un autocar de al menos doce metros de longitud y, a unos diez metros, un local en llamas del que apenas quedaba algunas bigas en pie. Al fondo, divisaron un cordón policial, así como innumerables ambulancias. Los técnicos sanitarios asistían a las victimas de la explosión, paralizados eternamente en la imagen.   
   
       -¿Ve eso? –preguntó el capitán–. ¿Creé ahora que esos dos individuos no son peligrosos? Mire.

Miralles dio paso a las siguientes imágenes. Los escenarios eran similares y se repetían en todas ellas; un hostal que había estallado por los aires, del cual apenas quedaba el esqueleto; un supermercado, los víveres esparcidos por doquier y múltiples víctimas envueltas en bolsas para cadáveres; una estación de metro, los cimientos de la misma derrumbados, y en lo alto se distinguía un gran boquete por el que se entreveía parcialmente la calle y el cielo.
    
      - Si ha acabado de opinar sandeces, procederemos a detallar los pormenores de la misión.

El teniente Fanjul asintió, cabizbajo y con el ceño fruncido.
  
     - Los objetivos son dos jóvenes –prosiguió el capitán Miralles–, y aunque parezca contradictorio, nuestra misión es la de capturarlos con vida. –En la pantalla apareció la ficha de datos de ambos jóvenes. Dos fotografías ocupaban el centro del tapiz y bajo éstas, el nombre y apellidos de los susodichos–. Los sujetos han logrado escapar amparándose en el terror que consiguen despertar en los demás. Incluso los hombres más audaces del cuerpo de policía han dudado a la hora de intervenir en cuanto los han tenido delante. Son peligrosos, y ostentan un poder que no dudan en utilizar cuando su integridad física se ve amenazada. 

     - ¿Por qué capturarlos? –preguntó el teniente Morilla, un soldado ya curtido en muchas misiones, el cual sobrepasaba ya la treintena–. ¿Por qué no ejecutarlos y ya está? Muerto el perro, se acabó la rabia.

     - No es tan sencillo, teniente –respondió el capitán Miralles–. Las órdenes proceden de arriba. Asuntos gubernamentales y esas patochadas. Estos sujetos son… una curiosidad que ha de ser estudiada, o eso es lo que me han dicho a mí.

     » Hace apenas unas horas –prosiguió el capitán–,  nos ha llegado un informe desde las oficinas medioambientales. Al parecer, se ha detectado una anomalía energética en el polígono industrial Nord de la ciudad de Terrassa, proveniente de una zona deshabilitada a causa de la crisis.

El capitán Miralles se incorporó, miró a sus hombres y frunció el entrecejo.

     - Pueden encontrar los detalles en el informe que se les ha facilitado. Tenemos la orden de ponernos en marcha en –el capitán oteó su reloj de pulsera– dos horas y cuarenta y tres minutos.

El pelotón sincronizó sus relojes y sonaran múltiples pitidos a lo largo de la sala.     

     - Pónganse en marcha. Ya saben que es lo que se espera de ustedes.

Cuarenta y siete horas antes del incidente

     - Por aquí –señaló Marcos, tirando de la manga de Nayara.

Ambos jóvenes sortearon una valla a medio camino entre la herrumbre y el moho, con cuidado de no clavarse las espigas de metal que sobresalían de la zona más aplastada. Delante de ellos se alzaba una vieja fábrica. Las puertas del muelle de carga estaban abiertas como si fueran una boca hambrienta. Extrayendo una linterna de entre la docena de bolsillos de la mochila que portaba en la espalda, Marcos la encendió y desplazó el haz de luz hacia el interior de la infraestructura. Mundicia de todo tipo se aglomeraba por el suelo y los rincones. Indecisos, ambos entraron en la vieja nave, sorteando una montaña de ladrillos que un día debieron de pertenecer a una pared a medio derrumbar.

Fuera, el sol ya se ocultaba tras los altos edificios y, pronto, las sombras se hicieron largas y conminatorias. Sin remedio, el día dio paso al inevitable anochecer. En el interior de la nave, una sensación opresora envolvió a los fugitivos.
      
     - Sostén la linterna –pidió Marcos, entregándosela a Nayara.

El muchacho buscó por los alrededores y atisbó un largo pasillo que parecía morir en el más profundo de los silencios.

     - Vamos.

Vigilando dónde pisaban, recorrieron el angosto pasillo. A unos pasos, divisaron una puerta entreabierta. Con manos inseguras, Marcos la empujó y la misma emitió un ruido quejumbroso. Nayara asomó la cabeza a través del umbral e iluminó la estancia. Además de un viejo telar, advirtieron que en un rincón había un puñado de cartones y unas mantas viejas.

     - ¿Vagabundos? –preguntó Nayara.
      
     - Tal vez alguna vez. Pero ahora no hay nadie –respondió Marcos–. Parece un buen lugar para pasar la noche. Algo lúgubre, por eso.

Para burlarse de él, Nayara se llevó la linterna a la barbilla y bizqueó los ojos. Luego arrugó la nariz y puso una mueca con la boca.
    
     - Buuuuuuuu –soltó mientras fruncía más el rostro. A continuación, sonrió y enfocó el haz de luz hacia el rostro de Marcos, deslumbrándolo.

El muchacho puso una mano delante de sus ojos y sonrió.
     -Deja de hacer el bobo –dijo, arrebatándole la linterna.
Cogidos de la mano, ambos se dirigieron hacia los cartones y se dejaron caer sobre ellos. Nayara suspiró y Marcos le pasó un brazo por detrás de los hombros.
     
     -¿Encontraremos algún día un hogar? –preguntó ella con abatimiento.
     
     - No te preocupes. Si no lo encontramos, lo construiremos.

Enmarcando una sonrisa, la muchacha se apoyó sobre el pecho de Marcos y cerró los ojos. El agotamiento y el cansancio se adueñaron de ella y pronto se vio sumida en un profundo sueño. En la intimada de la noche, Marcos derramó lágrimas de impotencia al tiempo que acariciaba suavemente los cabellos de Nayara.

Los rayos de sol de la mañana atravesaron las ventanas de la nave con finas dentelladas luminiscentes. El polvo suspendido en el ambiente hizo de aquella visión un poema de sombras. Sintiendo la espalda algo agarrotada, Marcos se desperezó y se incorporó sobre los cartones. Al sentir el movimiento del muchacho, Nayara abrió los ojos y con pereza se sentó, apoyando la espalda sobre la fría pared. Mirando el techo, desmenuzado con afán por el tiempo, preguntó:
    
     - ¿Y qué hacemos hoy?
      
     - Podríamos emigrar  Francia –respondió Marcos, con un tono cínico.
      
     - Ya.

Nayara se puso en pie, llevándose las manos a la espalda, juguetonamente.
      
     - Demos un paseo –propuso.
      
     - ¿Y qué pretendes encontrar en este estercolero?
      
     - Por el momento, agua.

Con un gemido, Marcos se incorporó.

     - Vamos –dijo, dándole la mano.

Cuidadosos, recorrieron la instalación con pasos inseguros. Poco a poco fueron desentrañando los misterios de la vieja fábrica. Telares de lanzadera reinaban en las estancias más amplias, así como viejas mesas de oficina desmadejadas y bombardeadas por las polillas que habían dado buena cuenta de ellas, dejando tras de sí un montón de madera podrida. Algunas paredes habían sido acribilladas por los grafiteros, dando rienda suelta a su imaginación. En otras, la pintura había saltado y se arrugaba sobre sí misma.

Al cabo, los jóvenes hallaron los lavabos. Muchos de los lavamanos se habían desprendido de las paredes y otros pocos estaban tan herrumbrosos que de querer tocarlos se deshacían entre los dedos. Sin embargo, y desafiando las leyes del tiempo, uno había sobrevivido. Con manos trémulas, Marcos abrió el grifo y dejó ir una exclamación de satisfacción: un hilo de agua empezó a emanar desde la boca del grifo. Ambos saciaron la sed y aprovecharon aquella poca suerte que se había manifestado para llenar las cantimploras.

     - Al fin un algo bueno –manifestó Nayada.

Marcos se la quedó mirando, con media sonrisa en la comisura de los labios.

     - Podríamos establecernos aquí –propuso, cauto. Por supuesto, esperaba una negativa por parte de ella.

     - ¿Por qué no? –coincidió la muchacha–. Al fin y al cabo, no tenemos a donde ir.
      
     - ¿Y la comida?
      
     - Ya nos apañaremos como sea.
       
     - Tendremos que ser cautos –le advirtió él.
      
     - No importa.

Ella estaba tan entusiasmada que no cabía en sí de placer. Por momentos se veía construyendo un paraíso artificial, un lugar donde poder ser ellos mismo.

     - Y este sitio sería nuestro reino –dijo.
      
     - Nuestro propio edén –añadió él.
    
     - Un lugar mágico…
      
     - ...sólo de nosotros, nuestra burbuja. Solos tú y yo. Sin nadie más, sin nadie que pudiera impedir que estemos juntos.

Ambos se abrazaron y sus labios casi llegaron a rozarse. Se quedaron así unos segundos, casi aguantando la respiración. Ante la tentativa, Nayara sonrió y se apartó. Se lanzó entonces a todo correr, juguetona. Marcos la siguió y, en apenas unos pasos, la alcanzó. Aferrándola por la cintura, la obligó a tumbarse y ambos guerrearon en el suelo, jugando. Él le atenazó las muñecas y ella dejó ir una carcajada mientras pateaba el suelo.

     - Tú ganas –se rindió ella. Ambos se relajaron y él le acarició el rostro con la punta de los dedos–. 

Deberíamos preparar el lecho nupcial. Al menos quiero dormir como las personas normales.

     - Va a ser toda una hazaña encontrar materiales para fabricar una cama.
      
     - Hombre de poca fe –objetó ella, desembarazándose de él y poniéndose en pie–. Debe de haber algo de utilidad entre toda esta montaña de porquería.

Mirando en derredor, la muchacha echó a andar. Oteando la vieja nave, encontraron algunos trapos llenos de agujeros, además de una suerte de tablas de aglomerado. Una vez hubieron transportado todo lo que consideraron útil, improvisaron un camastro, añadiendo los cartones encontrados la noche anterior.

     - Perfecto –manifestó ella, llevándose los puños a las caderas.
      
     - Lástima que no tengamos un buen equipo de música para escuchar música.
      
     - Oh, vamos. Eso no nos impide poder disfrutar de un baile.

Nayara extendió el brazo y Marcos la cogió por la mano. Ambos improvisaron unos pasos de baile. Atrapándola por los dedos, Marcos hizo que ella hiciera una filigrana para después obligarla a volver a su posición inicial, quedando sus rostros muy cerca. Poco a poco fueron dándole énfasis al baile, siguiendo el compás de una música que sólo ellos alcanzaban a oír. En uno de los pasos, Marcos lanzó a la muchacha con tanta fuerza que ésta trastabilló y se dio de bruces contra la pared. Para sorpresa del muchacho, ella estalló en cólera y aferró la única silla que habían encontrado en la vieja nave y la estrelló contra la pared.

     - ¿Se puede saber que coño te pasa ahora? –escupió él.
      
     - ¿Que qué me pasa? ¿Acaso no has visto que me has tirado contra la pared?
      
     - ¿Insinúas que ha sido intencionadamente?
      
     - Eres un imbécil –explotó ella, intentando golpearle con las manos en el pecho.
      
     - Y tú una histérica.
      
      - Mira quién fue a hablar, tú, que no paras de hablar de poetas muertos y escribes canciones para olvidar, para esconderte de la cruel realidad que nos envuelve.
     
     - Peor es lo tuyo, que has sido ángel sin techo, bala perdida por derecho y reina de bar. –Marcos la aferró por las muñecas para impedir que le golpeara. Dándole un empujón, no brusco pero sí con intención, se apartó de ella y golpeó la pared con el puño–. Cuando la mañana herida te lleve lejos de aquí, dirás que el mundo, niña, no está hecho para ti. 

Y diciendo esto, se perdió por la angosta fábrica. Nayara se apoyó en la pared y se deslizó hasta el suelo. Entre sollozos, se llevó las manos a la frente y se mordió el labio. ¿Qué era lo que acababa de suceder? ¿Por qué aquel arrebato de ira por su parte y la manera tan brusca de reaccionar de Marcos? ¿Acaso  todo lo que acababan de construir unas horas antes era un cruel espejismo? Por supuesto que era un espejismo, a quién querían engañar. No tenían a donde ir. Nadie les comprendía y nadie quería hacerlo. Todo el mundo les temía y jamás les dejarían estar juntos, aunque se fueran al fin del mundo. Lo que había estallado entre ella y Marcos no era otra cosa que pura frustración, e impotencia. Habían pasado tantas cosas… ¿y qué culpa tenían ellos?

El día fue avanzando como si fuera un sueño espeso. Al rato, Marcos se asomó por la puerta y le dedicó una mirada de arrepentimiento. Sin duda, ambos habían llegado a la misma conclusión. Ella alzó los ojos enrojecidos y levantando los brazos, invitándolo a abrazarla. Él sonrió brevemente y se acuclilló. Ambos jóvenes se abrazaron y se mecieron ligeramente.

     - Lo siento –se disculpó ella.
      
     - Hemos vividos duros momento últimamente –adujo él–. Ambos hemos dicho cosas que no pensábamos.

Ella asintió, apoyando el rostro en el pecho de él mientras daba rienda suelta al llanto.

     - ¿Quieres comer algo? –propuso el muchacho.
      
     - Sí –respondió ella, alzando la cabeza para que sus miradas se encontraran.
      
     - Veamos a ver –dijo él, abriendo la mochila y disponiendo todo su contenido sobre una manta.
      
     - Hummm –exclamó ella, estrechando los ojos–. Ganchitos, quicos, piruletas y chicles, además de un montón de caramelos.
     
     - Es lo único que he podido comprar.
      
     - ¿Comprar?
      
     - Bueno, el dependiente no ha querido cobrarme. Sólo quería que me fuera de allí.
      
     - ¿Tan malvados somos? –preguntó ella, llevándose una piruleta a la boca. A continuación, cerró la mano alrededor de un montón de ganchitos y se los lanzó a Marcos, a lo que él respondió haciéndole cosquillas. Ella sonrió y lo apartó con dulzura para atrapar un puñado de ganchitos. Luego fue comiéndoselos de uno en uno.
      
     - No creo que en realidad seamos malas personas –protestó él, recostándose sobre la manta e introduciéndose un puñado de quicos en la boca.
     
     - ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Lo de ir a Francia iba en serio?
      
     - Tal vez.

Nayara atrapó un quico entre los dedos y apuntó en dirección a Marcos. Éste, a su vez, abrió la boca. Ella lo lanzó y él lo atrapó al vuelo.
     
     - No creo que nos dejen superar la frontera –rumió él.

Ella procedió de nuevo a atrapar otro quico y se dispuso a lanzarlo otra vez. Como antes, Marcos abrió la boca. Con picardía, ella se lo lanzó directamente a la frente.

     - Eres mala –aseguró el muchacho, exponiendo una sonrisa maliciosa. Ella sonrió traviesamente al tiempo que mordisqueaba un ganchito.

Lanzándose sobre ella, él empezó a provocarle cosquillas. Hubo una pequeña lucha sobre la manta y los dulces quedaron esparcidos sobre el suelo. Sus risas llegaron hasta el fondo de la nave y las paredes devolvieron el sonido. Al fin, Marcos logró apresar las muñecas de Nayara y sus miradas se encontraron. Pestañeando tímidamente, la muchacha posó las manos detrás de la nuca de él y, sus labios, se rozaron…

Fuera, el sol ya se ponía, el cielo bañado en tonalidades de ensueño, colores difíciles de describir e incluso de soñar.        

Cuatro años después del incidente

Había llegado el momento de afrontar sus miedos, el momento de hacerle frente a sus demonios más internos, aquellos que la atormentaban cada día desde aquel lejano día, cuatro años atrás.

Cogiendo el lápiz de sombras entre el del dedo angular y el índice, Nayara se sentó con brusquedad sobre la silla enfrente del espejó y empezó a repasar la finas líneas. Luego se sombreó los labios con un pintalabios de color carmesí y espoleó unos pocos polvos de colorete por sus mejillas. A continuación, se acicaló con una peluca de un color negro como el azabache y miró con desprecio su propia imagen. De ella, únicamente quedaba aquel brillo melancólico en los ojos que tanto la caracterizaba; apenas una triste sombra de lo que un día fue. La piel de su rostro seguía tersa, señal de su juventud, pero el peso de la soledad había hecho mella en ella, dejándola desprotegida ante el mundo, dando así una apariencia vulnerable; la vida daba muchas vueltas, tantas que en ocasiones podías desorientarte y perderte entre un millar de desgracias para encarrillar el camino de la perdición.

Dejando ir un suspiro, se llevó ambas manos a la cabeza y se quedó mirando a la nada. Pensó con disgusto sobre los últimos cuatro años. No podía creer que hubiese hecho todas aquellas cosas. Aquella ya no era ella, y no sabía reconocerse por más que quisiera engañarse.

El primer años sin Marcos, había logrado escapar a Francia. Enmarcó una sonrisa irónica; y pensar que se había reído en su día cuando Marcos se lo propuso. Gracias a unos amigos, había conseguido cruzar la frontera y una vez allí, había empezado una nueva vida de soledad y tormento. Allí, lejos de todo, se deslomaba a diario en un hotel, limpiando retretes llenos de mierda por unos cochinos euros. Residía en un cuchitril de mala muerte, una ratonera por la cual pagaba casi más que lo que cobraba trabajando. Al año, el segundo desde el incidente, una amiga que había hecho reciente consiguió colocarla en una fábrica de perfumes. Se pasaba las horas embotellando los lustres y carísimos recipientes en los envases de cartón. Al final del día, acababa con las manos tan doloridas que apenas podía sostener un baso de agua. Al menos, aquel empleo le permitió salir de aquella habitación, más como si fuera un zulo envuelto en penurias, y alquilar un apartamento algo más grande. Para el resto del mundo, ella era una sin papeles que cobraba todo en negro. Muy pocos sabían que en realidad era una fugitiva de España.

El nuevo empleo también le había permitido ahorrar; algún día había de regresar a España para hacerle frente al destino, y temía ese día más que ninguna otra cosa. Con el tiempo, empezó a salir, convirtiéndose en una chica de barra. Antes de que se diera cuenta, ya había empezado a buscar algo que creía imposible de encontrar. Por su lecho pasaron más de una veintena de personas. Cuando ya casi había perdido la esperanza con los hombres, lo intentó con las mujeres. Daba igual tamaño y sexo, con nadie lograba sentir lo mismo que con Marcos. Por mucho que quisiera arrancar un trocito del corazón de todas aquellas personas, lo suyo con Marcos había sido único, y sin lugar a dudas, también la raíz de sus problemas. Sabía que de encontrarlo sería peligroso, pero ella lo anhelaba; no podía vivir sin ello. Tres años después, y tras mover cielo y tierra, había logrado que le falsificaran una nueva identidad para España. Empuñando todos los ahorros que había conseguido reunir, se subió a un autobús y cruzó la frontera, perdida en sus pensamientos y sus miedos. De regreso a Barcelona, buscó indicios, algo que la pudiera guiar a su objetivo y al mismo tiempo, a sus temores, algo que le indicara hacia dónde debía dirigirse. Estuvo errando un tiempo, sin encontrar pistas. Sus esfuerzos dieron fruto unos meses después, investigando en los archivos municipales de Terrassa, en un periódico que apenas le dedicaba al incidente un par de párrafos. Al menos, encontró lo que buscaba y sin pensárselo dos veces, viajó a Madrid. Una vez allí, se estableció e intentó construir una nueva vida, una vida rota y fragmentada. Ante todo, no perdió de vista su objetivo. Le aterraba pensar en el día en que habría de enfrentarse a la culpabilidad. Tardó dos meses en tomar la decisión. Y allí se encontraba ahora, disfrazada de quién sabía qué.

Echando un último vistazo al espejo, se enfrentó a su propia imagen.

     - ¿Y tú quién eres? –se preguntó en voz alta.

Haciendo una mueca burlona, se enfundó una americana negra, recogió su bolso y atravesó la puerta de la vivienda. Apenas sin levantar la mirada del suelo, se dirigió hacia la parada de autocares más cercana y buscó en los planos cuál de ellos debía tomar. Luego tomó asiento y esperó, con los puños crispados sobre las rodillas. Al cabo de un cuarto de hora, el gran automóvil llegó y al detenerse, dejó ir un bisbiseo. Nayara apenas reparó en la mirada ausente del conductor. Se limitó a pagar y se dirigió al fondo del autocar.

Once horas antes del incidente

La noche se había abalanzado sin previo aviso y pronto la nave industrial quedó engullida por la oscuridad. Nayara y Marcos se dirigieron a la habitación, pateando la inmundicia con la que tropezaban en las sombras. El haz de luz de la linterna dibujó un arco mientras el muchacho iluminaba la habitación. Sin mediar palabra, los jóvenes se dirigieron al improvisado camastro y se dejaron caer sobre las agujereadas mantas.

Marcos apoyó la espalda contra la pared y Nayara se hizo un ovillo entre sus piernas, apoyando la cabeza sobre la barbilla de él. El muchacho rebuscó entre los bolsillos de la mochila y extrajo el MP3. Conectó los auriculares al aparato y le pasó uno de ellos a Nayara mientras el otro lo encajaba en orificio de su oreja. Ambos se quedaron allí, en silencio, escuchando la música, rodeados de sombras e inquietudes. Con movimientos sutiles, entrecruzaron las manos y al poco se tumbaron sobre las mantas, consolándose uno al otro. Nayara fue la primera en dormirse. Marcos tardó un poco más, pero al final lo venció el sueño y abrazándola con cariño, se dejó arrastrar por los mundos oníricos de subconsciente.

Diez minutos antes del incidente  

El pelotón alcanzó la vieja instalación, con el capitán Miralles en cabeza. A una señal suya, todos se reunieron en torno a él. La fábrica se adivinaba apenas entre los primeros rayos de sol de la mañana, desmadejada y con aspecto encantada que bien podría haber dado para hacer una buena película de terror. Ese fue el pensamiento que cruzó su mente cuando le dedicó un vistazo.

     - Conmigo –susurró, y el pelotón hizo una piña a su alrededor–. Por lo que sabemos, los sujetos se encuentran en una habitación ubicada al oeste de la instalación. Nos abriremos paso en abanico. Fanjul, tú te encargas de la retaguardia. Teniente Morilla, a mi señal, das un rodeo y los franqueas. El resto, detrás mio. Nuestro objetivo es capturarlos. Para ello, intentad haced que se separen. Juntos son peligrosos pero por separado, son vulnerable. Bien –el capitán lanzó un efímero vistazo a su reloj de muñeca, el cual marcaba las nueve menos diez–. En marcha –ordenó, enfundándose un pasamontañas. El resto del pelotón hicieron lo propio, añadiendo además un casco.

Entre las sombras de la mañana, trece hombres corrieron sin apenas hacer ruido y entraron en la vieja fábrica, preparados para hacer frente cualquier imprevisto.

El incidente

Un ruido despertó a Marcos, el cual se incorporó bruscamente para quedar en cuclillas, aguzando el oído.

     - Despierta Nayara –murmuró.

Ella abrió los ojos y vio que Marcos se arrastraba hasta la puerta y pegaba la oreja contra la madera podrida.

     - ¿Qué ocurre? –preguntó ella, su rostro la viva imagen de la preocupación.

Marcos no respondió. Se incorporó de inmediato con un movimiento brusco y se aproximó a la joven para después asirla por la mano.

     - Nos han encontrado –anunció el muchacho.
      
     - ¿Qué? ¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Quiénes son?

Marcos se pasó una mano por la cara con preocupación. Raudo, se acuclilló y recogió de un rincón una cinta adhesiva que habían utilizado el día anterior para montar el camastro.

     - Mientras permanezcamos juntos –dijo, mostrándole la cinta– no se atreverán a hacernos frente.
      
     - Tengo miedo –gimió ella.
      
     - Mírame. –Marcos la obligó a mirarlo, sosteniéndole el rostro entre sus manos y pegando su frente contra la de ella–. Ahora hemos de ser fuertes. Todo va a salir bien.

Con rápidos movimientos, el muchacho unió su muñeca derecha con la izquierda de ella y empezó a envolverlas con la cinta adhesiva hasta lograr una buena atadura, procurando que quedara bien sujeta. Desde detrás de la puerta les llegó una voz que dijo en alto:

     - ¡Sabemos que se encuentran ahí! ¡Salgan con las manos en alto y nadie saldrá herido!

Marcos y Nayara se cogieron de la mano y enfrentaron su destino, atemorizados, pero con bravura.
El capitán Miralles avanzó en silencio por el largo pasillo, los haces de luz penetrando por las ventanas a cuchilladas danzantes. Con un movimiento de la mano, indicó al teniente Morilla que avanzara hasta posicionarse a dos metros de la puerta. Sin apartar la vista de la misma, sujetó con firmeza la Beretta 92, un arma de nueve milímetros muy precisa capaz de abatir un jabalí de apenas dos disparos. Con manos expertas, quitó el seguro. El pelotón se organizó en abanico y todos a una encendieron las luces tácticas.

     - ¡Sabemos que se encuentran ahí! ¡Salgan con las manos en alto y nadie saldrá herido! –anunció el capitán Miralles.

Un segundo después, la puerta caía a plomo, hecha astillas, derribada por una patada. Dos jóvenes surgieron desde la habitación, muy excitados y lanzando bramidos, con las muñecas alzadas. El capitán advirtió que éstas estaban unidas por cinta adhesiva. Acercándose al pelotón, el muchacho empezó a gritarles mientras que la muchacha intentaba retenerlo para que no hiciese una locura. El capitán Miralles gesticuló con la mano hacia atrás, indicando al pelotón que retrocediesen. No esperaba encontrarse con aquella situación, pero tenía un plan y debía seguirlo. Mientras el pelotón retrocedía, los dos jóvenes avanzaban hacia ellos, animados por el temor que despertaban sobre los soldados.

     - ¡Deteneos! –gritó Miralles, apuntando con su Beretta directamente hacia el chico.
      
     - ¿Quieres disparar? ¡Pues dispara! –lo desafió Marcos.
      
     - ¿Tan cobardes sois? –escupió Nayara, encabritada, dando un pàso al frente y gesticulando con las manos.

Imperceptiblemente, el capitán Miralles hizo un gesto con la mano y por la parte posterior, el teniente Morilla desapareció en las sombras.

     - ¡Maldita sea! ¡Vale! –gritó Miralles, desembarazándose del pasamontañas y arrojándolo al suelo para ganarse la confianza de los muchachos–. ¡Tranquilizaos! ¡No queremos que nadie salga herido!

     - ¡Iros a la mierda! –exclamó Marcos, levantando el pecho y el mentón, desafiante.

El capitán Miralles levantó una mano, buscando con ese movimiento tranquilizar a los objetivos. Consecutivamente, enfundó la Beretta y alzó las dos manos.

     - Vamos chicos, un poco de calma –dijo, fingiendo un sosiego que no sentía en absoluto.
      
     - Marcos –gimió Nayara.
      
     - ¡No escuches ni una palabra de lo que digan! –la previno él, encarando su frente con la de ella apenas dos segundos–. ¡Dejarnos en paz!
      
     - Vale, chico, dime que es lo que quieres. Hablemos –casi imploró el capitán Miralles.
      
     - ¡No queremos hablar contigo! ¡Marchaos! ¡No conseguiréis separarnos!

Aún con lo violento que resultaba todo aquello, Nayara había dejado de prestar atención, pues por el rabillo del ojo había atisbado un movimiento fugaz y escuchado el fru frú de unas ropas. Al volver la mirada hacia atrás, descubrió que el teniente Morilla se las había ingeniado para rodearlos y, ahora, los apuntaba con un fusil. La luz táctica la deslumbró momentáneamente y de pronto, Nayara supo qué debía hacer. Se abalanzó sobre Marcos, lo miró, apenas unas centésimas de segundo y, como si fuera un acuerdo tácito, ambos unieron sus labios. Sus cuerpos se encontraron y se abrazaron.

     - ¡Atrás, reagrupaos! –gritó el capitán Miralles.

Pero ya era demasiado tarde. Los cuerpos de los jóvenes empezaron a radiar luz, fogonazos dolorosos a la vista y, de pronto, algo estalló. El pelotón al completo salió volando por los aires y el suelo, así como las paredes y el techo, empezaron a temblar. La inmundicia fue empujada por aquella energía y se aglomeró en los rincones mientras una fuerza antinatural arrasaba con todo a su paso. Los labios de Marcos y Nayaran siguieron juntos por un periodo de un minuto. El capitán Miralles había tenido la suerte de quedar oculto por el cuerpo de uno de sus compañeros y la energía liberada le había alcanzado parcialmente, provocándole cortes en la frente y en las manos. A través de su visión borrosa, advirtió que dos siluetas se lanzaban a todo correr y se precipitaban por una ventana. Con gesto doloroso, se deshizo del cuerpo de su compañero, que lo oprimía contra una pared. Quejumbroso, desenfundó la Beretta y se encaminó hacia la ventana.    

El incidente, parte dos

Marcos y Nayara se besaron y dieron rienda suelta a su pasión y al extraño poder que ambos compartían. A su alrededor, tal y como había sucedido en otras ocasiones, todo pareció quedar suspendido en el tiempo. Ambos sentían como la energía recorría sus cuerpos y se diversificaba hacia el exterior con violencia; no les importó. La pasión desatada era su maldición particular, pero también su bendición, y no estaban dispuestos a renunciar a ella.

Separándose unos centímetros, miraron en derredor. Descubrieron paredes derrumbadas, techos calcinados y suelos derretidos. A lo lejos, una docena de cuerpos se apiñaban en posiciones nada naturales. Aquello les disgustó, pero no podían haber hecho otra cosa, pues aquellos hombres pretendían separarlo y hacerles daño, y lo hubieran conseguido de no intervenir. Ellos sólo querían que les dejasen en paz.

     - Vamos –murmuró Marcos, tirando de la muñeca de Nayara.

Ambos apretaron el paso y echaron a correr.

     - Por aquí –sugirió ella, señalando una ventana.

Al encararse a ella, advirtieron que ésta daba paso a un patio repleto de guijarros, además de cristales rotos provenientes de las ventanas subyacentes del edificio de enfrente. Decididos, saltaron sobre las piedras, grandes como el hueso de un melocotón. Cuando ya habían atravesado medio patio, se oyó el estruendoso fogonazo de un arma de fuego y Marcos cayó a plomo, arrastrando a Nayara con él. La muchacha tardó un par de segundos en reaccionar y luego advirtió que en el omoplato izquierdo de Marcos había un agujero de bala por el que empezó a emanar sangre. Nayara alzó la vista y divisó la silueta del capitán Miralles, que reposaba en el marco de la ventana con abatimiento.

     - ¡Vamos Marcos, tenemos que irnos! –gimió ella, intentando arrastrar el cuerpo del muchacho.

Marcos emitió un doloroso grito al notar que los guijarros se le clavaban en la herida. Nayara empezó a llorar, desconsolada.

     - ¡Vamos! –gritó de nuevo.

Intentó arrastrar de nuevo el cuerpo de Marcos, pero era demasiado pesado. En el esfuerzo, se desgarró las gruesas medias y pronto quedaron llenas de carreras, mostrando la piel rosada de las piernas de la muchacha. Con el llanto en la boca, Nayara se sintió de pronto con sentimientos encontrados. Por sus mejillas corrían lágrimas y la impotencia la dejó aturdida. Dejándose caer al suelo, tanteó a su alrededor con las manos hasta que se topó con un cristal roto. Sorbiéndose la nariz, puso su muñeca y la de Marcos sobre su regazo y rasgó la cinta adhesiva. Cuando se disponía a salir corriendo, Marcos la atrapó por la muñeca, su rostro ceniciento y sudoroso.

     - No me dejes aquí –alcanzó a decir.
      
     - ¡Lo siento! –se eximió ella, entre lágrimas–. ¡No puedo hacer nada!
      
     - No me dejes –repitió él, intentando aferrarse a su muñeca como si su vida pendiera de ello.

Entre sollozos, Nayara se liberó de la mano de Marcus y se alejó a todo correr, su corazón roto como un cristal astillado, sintiendo que traicionaba a aquél que más amaba en el mundo. Su figura se desdibujó a lo lejos, como un espejismo difuso.

Cuatro años después del incidente     

El autobús se detuvo en Alcalá de Henares, centro penitenciario de Madrid. Nayara se apeó y la recibieron varias puertas grises, con paredes grises y guardias grises. Incluso el día se había encapotado. Bajo su disfraz, se encaminó hacia el interior de la cárcel. Después de una inspección rutinaria en busca de objetos de sospechosa índole, le dieron indicaciones y se dirigió hacia un mostrador. Allí, rellenó una solicitud, entregó su falsa identificación y la acompañaron hasta una estancia sumida en sombras. Una vez  a solas, tomó asiento en una silla acolchada, frente a una mesa fría de aluminio. Advirtió la presencia de otra silla en el otro extremo de la mesa, vacía. Pronto empezaron a sudarle las manos, las cuales restregó contra los vaqueros.

Un par de minutos después, una puerta se abrió al frente y un celador acompañó a un hombre hasta la silla, un hombre que un día había sido el muchacho que ella conoció y del cual se enamoró. Al verla, él mostró incredulidad y sorpresa. Luego tomó asiento y la miró con el ceño fruncido. Nayara apenas tenia fuerzas para sostenerle la mirada. Enfrentando sus demonios, clavó los ojos en los del él e intentó sonreír. El rostro de Marcos había cambiado durante aquellos cuatro años. Sus rasgos habían dejado de ser los de un niño y ahora se perfilaban como los de un hombre. Su mirada era dura y tenía la mandíbula un poco más cuadrada. Eran sus ojos los que le delataban, al igual que le ocurría a ella. Con tristeza, descubrió que él no la había perdonado. ¿Cómo podría hacerlo después de haberlo abandonado como un perro, herido y desprotegido? Llevaba años pensando en lo que iba a decirle cuando lo tuviera delante. Sin embargo, ahora no lograba recordar el discurso que tanto había estudiado durante los últimos cuatro años. La culpabilidad la opresaba de tal modo que la mente se le había quedado en blanco. Desvió la mirada, acobardada, y se acarició la falsa peluca. A continuación, unió las manos y las posó sobre sus labios.    

     - Lo siento –consiguió articular, con los ojos enrojecidos.

Como respuesta, obtuvo una dura mirada.

     - ¿No vas a decir nada? –preguntó, esperanzada. Él se limitó a observarla, como si no la conociera de nada–. Vale, ¡me lo merezco! ¡Soy una cobarde!

La indiferencia de él logró crisparla por completo.

     - ¡Maldita sea! ¿Qué querías que hiciera? ¡Estabas malherido y aquel soldado nos estaba apuntando con su arma y yo no podía contigo! ¡Me asusté!

Él respondió con silencio. Su único movimiento perceptible era el de rascar con la uña del dedo índice el metal de las esposas. Ella se llevó las manos a la cabeza. Él tenía razón; incluso a ella aquellas excusas le sonaban bacías, como si fueran más un insulto, una mentira dolorosa.

     -Siento haber destruido lo que éramos. Créeme, Marcos, lo digo de corazón.

Incorporándose, ella se acercó a él y le posó la mano en la barbilla. Acercó entonces sus labios a la mejilla de Marcos y, aunque al principio el muchacho expuso algo de resistencia, al final cedió. Los labios de ella tocaron la piel de su mejilla y algunos fluorescentes de la habitación estallaron o se fundieron. Él cerró los ojos por un periodo de dos segundos y cuando ella separó el contacto, los fluorescentes se encendieron de nuevo. Dejando allí su corazón, Nayara abandonó aquella fría estancia, sintiendo que lo traicionaba de nuevo, pero con la esperanza de que algún día pudiera perdonarla.           
                                                             FIN


    Quisiera añadir que esta historia no hay que tomarla de forma literal. Con un poco de imaginación y añadiendo al cóctel el simbolismo, encontraremos muchos matices relacionados con el día a día de cualquier pareja.

    Por supuesto, esto no sería lo mismo sin los vídeos por el cual he decidido redactar este relato:


     La tormenta de arena

    Paraisos Artificiales 

    La mañana herida